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Quentin Tarantino es un tipo brillante. Nadie lo pone en duda. Lo que uno empieza a sospechar es que, como el tipo brillante que es, cae en dos defectos groseros: a) restregar constantemente al espectador lo brillante que es; y b) caer en la vagancia y el camino fácil. Sirva esto último como lectura del rumbo que ha tomado su carrera hacia el constante homenaje / revisionismo, acogido con una complacencia extrema por el gran público; y, a tenor de las candidaturas al Oscar, también de la Academia.
Todos hemos oído hablar de la historia del videoclub y sabemos de los peculiares gustos del Tarantino, amante del cine oriental, la blaxploitation, los subgéneros en particular y el celuloide de bajo presupuesto en general. Era cuestión de tiempo que le hincara el diente al jugoso bistec del spaghetti western, una veta que, personalmente, no encumbraría a ningún altar, y de la que salvaría pocos productos salva las magníficas películas de Sergio Leone. Tarantino toma como vago punto de partida el Django de Corbucci para relatar su propia historia de venganza, la de un esclavo negro que obtiene primero la libertad, de la mano de un peculiar dentista cazarrecompensas, y se lanza después, en su compañía, a la noble pero arriesgada tarea de salvar a su amada, en manos de un despótico señorito del Sur.
Siguiendo la tónica de sus últimas películas, de hecho todas salvo las dos mejores, las dos primeras, Reservoir Dogs y Pulp Fiction, en Django desencadenado sobran paja y humo y falta chicha. Se está convirtiendo en marca de la casa en la producción de Tarantino que la trama no deje de ser un esqueleto más bien raquítico, apenas un par de apuntes, eso sí, muy bien aliñados con dosis de ultraviolencia y diálogos ocurrentes, y con el rebozado de estupendas bandas sonoras, que en cuestión musical no ha perdido Tarantino su legendario buen gusto. Pero si ya el díptico Kill Bill lucía más por el envoltorio que por el contenido (la segunda parte es muestra clara), este Django desencadenado no le anda lejos.
Y aquí entroncamos con el primero de los argumentos para explicar los dos defectos que acusa Tarantino: que le encanta restregar su genialidad. Siempre se ha señalado como máximo exponente sus chispeantes intercambios dialécticos, pero digamos de una vez que el director de Knoxville perdió hace tiempo su toque: la brillantez del arranque de Reservoir dogs, o las conversaciones, en apariencia banales, de Julius y Vincent en Pulp Fiction pasaron hace mucho tiempo a mejor vida. En este Django se supone que las mejores partes están reservadas para el personaje interpretado por Christophe Waltz, pero ni sus líneas son tan impresionantes ni la interpretación del austríaco tan descollante, por más que la Academia le haya vuelto a nominar. En cambio, el proscrito (para los Oscar) Leonardo Di Caprio está excelente en su rol del malvado Calvin Candie, y apenas ha recibido palmaditas en la espalda. De Jaime Foxx lo mejor que se puede decir es que da el pego en su rol de chulo. Más sorprendente es la transfiguración de Samuel L. Jackson en epítome del tío Tom.
Cuatro párrafos después, en esta crítica todavía no se ha entrado a valorar si Tarantino ha acertado en su aproximación al spaghetti western. Aquí hay pocas pegas que ponerle: a pesar de llevar el género a su terreno, sabe respetar las convenciones y capta con maestría la atmósfera. ¿El problema, sumado a todo lo anterior? Los excesos. El peor, el de metraje: de las dos horas y tres cuartos le sobran, como mínimo, los tres cuartos. Todo se hace demasiado moroso y no consigue sino subrayar lo escaso de la trama. El resto de excesos, los litros de sangre dignos de una película gore, o la infalible puntería de Django sin haber cogido jamás un revólver, se asimilan mejor, entendidos como el peaje que obliga a pagar Tarantino.
A la espera de concederle una segunda oportunidad, esta vez en VO, dudo que vaya a cambiar mi opinión en dos aspectos: que a Django le sobran muchos minutos y mucha paja; y que Tarantino está (o estaba) capacitado para exprimirse el cerebro un poquito más, dejarse de homenajes y parir películas auténticamente originales y rompedoras.
Veredicto: 7
Lo mejor: El puñetazo sangriento (y real) de Di Caprio.
Lo peor: El doblaje de los actores negros. En serio, ¿hacerles hablar como paletos para reflejar el cambio de acento?