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La premisa era de las que ponen los dientes largos: ambientar una película de animación en el universo de los videojuegos arcade, los salones recreativos, esas máquinas añejas donde, con una moneda, podías, según la pericia de cada uno, invertir largas horas intentando superar pantallas y romper récords. Con un aliciente añadido: elegir como protagonista a un villano harto de ser el malo de la función, de ver cómo el héroe termina triunfal y sonriente la partida mientras a él solo le esperan el rechazo y la soledad.
Con una inspiración clara en el videojuego Donkey Kong, Ralph es un tipo grandote y gruñón, de manos gigantes con las que destroza un bloque de viviendas, trasunto del gorila del arcade original, cuyo rival, en la película, es el sonriente y un tanto bobalicón Repara Félix Jr, que martillo en mano arregla los desperfectos de Ralph. Éste decide imprimir un giro a su vida y colarse en un juego ajeno en el que obtener el reconocimiento que se le niega en el suyo. Como quien tira la ficha de dominó que derriba el resto, el brote de rebeldía de Ralph amenaza el delicado ecosistema de otro juego, en este caso de carreras de coches, ambientado en un mundo de caramelos y golosinas. Y aquí, ay, es donde el tinglado se hunde…
Porque el arranque, estupendo, descarrila en este entorno de piruletas y chuches, niñitas pilotos, colorines y edulcorantes, el marco propicio para que Ralph, lejos de seguir con su loca carrera hacia adelante, en busca de convertirse en algo diferente, en aquello para lo que no ha sido diseñado, se recicla en niñera de una de esas corredoras infantiles, una renacuaja contestona con una peculiaridad: está proscrita y perseguida por ser un fallo de programación, una línea de código errónea. Resultado: el tosco Ralph se ablanda y el foco se desplaza hacia su relación con la niña, en una historia de redención, donde, más que salvar el día, y evitar la destrucción del videojuego, la idea de fondo es el sacrificio y el descubrimiento de que hay motivaciones en la vida más allá de las puramente egoístas. Y bla, bla, bla.
En último término se impone el sello Disney y su sempiterna manía de producir películas ñoñas. El final feliz es un peaje que uno acepta con resignación, pero apena imaginar lo que podría haber sido esta película con un espíritu más gamberro. Tan fácil como haber llevado la trama por otro derrotero. El rollo Candy, Candy es una tumba para una cinta que comienza de forma inmejorable, con el desfile de personajes míticos y hallazgos geniales, como esa reunión de malvados al más puro estilo “Alcohólicos Anónimos” donde Ralph se desahoga con sus colegas villanos.
El poso final se resume en: qué lástima, con la estupenda película que podría haber sido… Y no deja de sorprenderme la buena acogida entre la crítica y el público adulto, cuando claramente es un filme que solo los más pequeños podrán gozar a espuertas.
Veredicto: 6,5
Lo mejor: El arranque.
Lo peor: El exceso de almíbar, azúcar y otros edulcorantes.