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El Hobbit: un viaje inesperado

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Fue como volver a casa. Pisar otra vez la verde Comarca, reencontrarse con Bilbo, Frodo y Gandalf, escuchar la partitura de Howard Shore y recrearse en los espectaculares paisajes de Nueva Zelanda (para siempre, desde El Señor de los Anillos, también la Tierra Media en nuestra Tierra). Una sensación de familiaridad, de pisar terreno conocido. Al mismo tiempo se había evaporado el factor sorpresa y flotaba cierta sensación, inevitable, de “más de lo mismo”.

Tal vez, previsor, consciente de que faltaría cierto hormigueo en el estómago del espectador, Peter Jackson se sacó de la manga el auténtico factor diferenciador: los 48 fotogramas por segundo que tanto han dado que hablar entre la crítica, en general de forma negativa. Jackson ha asegurado, por activa y por pasiva, que se trata de una herramienta para favorecer el visionado en 3D y personalmente le doy la razón, aunque con una pega: de alguna manera hace más “postizos” los elementos generados por ordenador, de ahí las chanzas que la comparan con un videojuego. Por lo demás, se gana en nitidez y fluidez de imagen. Siempre habrá palos para quienes se atreven a innovar.

Cuestión inevitable era la comparación con la trilogía predecesora. Un debate un tanto estéril. El Señor de los Anillos es la obra magna de Tolkien, muy por encima de El Hobbit, un relato de aventuras iniciático que no compite en la misma liga que la gran confrontación entre el Bien y el Mal que culmina con la destrucción del Anillo Único y el final definitivo de Sauron. El Hobbit relata una historia más modesta, más pequeña, y la traslación a la gran pantalla nunca podrá ser ajena a tal condición. Habrá menos épica y por tanto menos empatía, aunque esto lo equilibra Jackson con adrenalina a chorros y un espíritu más jovial.

En ese empeño por construir más un cuento que un novelón ha tomado otras decisiones más discutibles, como incluir canciones y escenas costumbristas también presentes en ESDLA, en el libro, de las que el director prescindió en sus tres películas en aras de la síntesis. El resultado es una escena, la de los enanos cenando en Bolsón Cerrado, que se hace eterna y que contribuye a un metraje, de casi 3 horas, que un servidor también juzga excesivo. Queda el poso y el temor de que Jackson está dispuesto a tomarse las cosas con calma, y en ese contexto se concibe esa tercera película, que servirá de puente con la trilogía anterior, que pocos van a considerar necesaria y que genera más repelús que ilusión.

Situados de momento en esta primera entrega, Un viaje inesperado, alabemos lo positivo: un reparto que funciona como la seda, con Martin Freeman perfecto como Bilbo, de nuevo sir Ian McKellen excepcional como Gandalf, viejos conocidos como Gollum y una troupe de enanos a la que pronto se coge cariño; un buen puñado de escenas de acción y persecuciones en las que Jackson demuestra su mano maestra; y todos esos fantásticos planos aéreos regados con la banda sonora de Howard Shore. Sabe generar las expectativas necesarias para ansiar que pase un año y llegue la segunda parte, La desolación de Smaug, y podamos encontrarnos cara a cara con el terrible dragón. El sabor de boca es bueno y el balance altamente positivo. Y si la pregunta es si valió la pena volver a la Tierra Media, la respuesta será un contundente sí.

Veredicto: 8

Lo mejor: Esa sensación de volver a casa y reencontrarte con gente conocida.

Lo peor: La interminable cena de los enanos.


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