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Django

Ahora que Quentin Tarantino resucita formalmente el spaghetti western con su Django desencadenado (Django Unchained, 2013) se hace imprescindible dar al máximo al zoom del pasado para ver el nacimiento de uno de los cazarrecompensas más originales del western, y al mismo tiempo reivindicar el trabajo de Sergio Corbucci y la aportación española a la creación del mito.

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Así pues, ajústense el sombrero y calibren los revólveres porque viajamos al año 1966, a un lugar seco e inóspito, donde el polvo te seca la garganta y el sol te frie el cerebro. Sí, hablamos de Almería, epicentro mundial del spaghetti western, subgénero hispano-italiano que, en los años 60 y 70, produjo más de 500 títulos a remolque del éxito de los westerns de Sergio Leone. El propio Leone solía referirse a esta paternidad con palabras siempre cariñosas: “Me disgusta que todo el mundo me señale como el padre del spaghetti-western. Porque soy el padre, sí, pero de un montón de hijos de puta”. Uno de los hijos de puta aventajados del género era Sergio Corbucci, prolijo director labrado en los péplum como Leone y que, para mayor paralelismo, estrenó su primer western el mismo año que Por un puñado de dólares, aunque sin el mismo éxito que su homólogo romano. Su siguiente spaghetti, ya más en el sueño leoniano del Oeste, poblado de hombres asexuados de cara hirsuta y gatillo fácil, fue precisamente Django, que se convirtió en un éxito apabullante que dio lugar a que su personaje apareciera en 40 películas más, no todas oficiales y oficiosas, hasta la fecha. Corbucci, mientras tanto, tuvo varios años de inspiración en el género que dieron lugar a películas a recordar, como Los despiadados (I crudeli, 1967), Salario para Matar (Il mercenario, 1968), y muy especialmente El gran silencio (Il grande silenzio, 1968), sobre la que escribí en Miradas de cine,  y Los hijos del día y de la noche (La banda J.S.: Cronaca criminale del Far West, 1972).

Django (1966), la original y única película hispano-italiana, comienza con un hombre entrando en un pueblo a pie. Un hombre con sombrero y capa negra que arrastra un ataúd por el barro. Ese hombre es el actor Franco Nero, cuyo parecido con Clint Eastwood no se puede ocultar (el oportunismo para el negocio siempre está presente en estas producciones) pero que además borda el hieratismo que se le pide a estos antihéroes italianos del salvaje Oeste. En el pueblo, Django se encuentra con una guerra abierta entre dos bandos: los mexicanos comandados por Hugo Rodríguez (interpretado por el gran actor argentino José Bódalo) y los supremacistas blancos liderados por el mayor Jackson (el español Eduardo Fajardo), y que lucen capuchas rojas al modo del Ku Klus Klan. Una especie de lucha entre revolucionarios y sureños vencidos, aunque la Guerra de Secesión terminara 45 años antes que la revolución mexicana. Pero aquí la exactitud histórica es lo de menos, recuerden que estamos viendo el Oeste desde la imaginación de unos europeos. En este pueblo fronterizo, sólo las putas ganan dinero, y Django, al igual que el personaje de Eastwood en Por un puñado de dólares,  se aliará con unos y con otros esperando ganar dinero y, con suerte, que se exterminen entre ellos y así ya zanjar una vieja venganza que le quedaba pendiente. Obviamente no se lo pondrán fácil a pesar de su habilidad para disparar desde todos los ángulos posibles, y todo acabará en una matanza espectacular en el que (atención, SPOLIER) Django, malherido y asediado por las fuerzas del mayor Jackson en un cementerio, saca de una tumba una ametralladora con la que se anticipa tres años al Grupo Salvaje de Peckinpah y extermina a todos los malos sin cámara lenta pero con mucho entusiasmo.

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Hasta aquí el mito, bien acompañado de la música de Luis Bacalov, otro referente de Tarantino. Como tal, es comprensible que el producto funcionara. Corbucci, que no era tan perfeccionista como Leone pero tampoco era tonto, cogió lo mejor de Por un puñado de dólares, es decir, la estética, porque el argumento Leone a su vez lo copió del Yojimbo de Kurosawa (¿he dicho copiar u homenajear?), y le añadió unas pinceladas más de efectismo y cierto aire macabro (el luto, el cementerio, cierto halo sobrenatural…). Elementos que hasta Clint Eastwood copió (¿lo he vuelto a decir?) para su Infierno de cobardes, que muchos dicen es una copia de otra película de nuestro personaje, Django el bastardo (Django il bastardo, 1969). Pero sin liarlo aún más, está claro que el personaje se había convertido en un icono más allá del valor artístico de la película.

Y sobre esto último… No es una gran película, y ni de lejos el mejor western de Corbucci. Más allá del personaje, y de la violencia excesiva para la época (hubo partes que tuvieron que ser censuradas), se nota demasiado el peso de Leone y la escasa linealidad de la historia. Es un film que abrió ciertas puertas al género pero que también cerró otras, al sacar a este tipo de producciones de la visión épica de Leone a la comercial de Corbucci, lo que luego derivaría en la autoparodia (véase Le llamaban Trinidad y derivados) que acabó con el western europeo.

El pobre Django entró en un pueblo para ser respetado, y consiguió todo lo contrario, desgraciadamente.

Por cierto, los exteriores de la película fueron rodados en otro de los platós naturales más concurridos de aquella época, La Pedriza y Colmenar Viejo, con decorados de Francisco Canet. Además, participaron en ella ocho actores españoles (además de Fajardo), como Ángel Álvarez (habitual secundario de Berlanga) o Simón Arriaga.

Y un último apunte. En 1966 también se estrenó el segundo western de Sergio Leone: La muerte tenía un precio… pero eso ya es otra historia.


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